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Donde come uno, comen dos (un cuento)

Donde come uno, comen dos (un cuento)

Con este breve cuento de Andrés Baldíos (autor y veterinario leonés), te obsequiamos un momento de paz en situaciones que parecen rebasarnos, un momento de amor en tiempos difíciles.

 

Siempre son un delirio las mudanzas. Y más si se trata de tu primer departamento, tu primer hogar aparte del cual te criaste. El arrojarse al trance de la realidad, la iniciación a la supervivencia. ¡Qué delirio! Y más cuando son un par de recién casados los que se arriesgan a la experiencia del instaurarse entre las novedades de la difícil carrera de la vida. Familiares los han animado a que, en realidad, se trata del inicio del resto de sus vidas, pero saben perfectamente, cada uno desde su individualidad, que la vida es más que palabras, y el matrimonio es más que roles por cumplir.

Llevaban apenas un par de meses de casados. Uno de ellos había conseguido un trabajo como docente en una ciudad distinta a la suya y a la de su pareja. Ambos optaron por vivir en dicha ciudad, porque había que ir a donde la oferta de trabajo clamaba disponibilidad. Apenas se instalaron en el angosto departamento (un espacio de dos cuartos, un baño y una cocinita) supieron que la trama de sus vidas no sería nada fácil. Aun así, su cariño y confianza mutua les brindaba la acertada seguridad de que erigirían sus espíritus en continuidad, una continuidad ampliamente interesante; difícil, claro, como en todos los grandes casos, pero maravillosa a final de cuentas.

Todo es nuevo en los primeros días. Más tarde la rutina se adentra con el plan de quedarse, siempre acompañada de su más irónica debilidad: que no hay día que se repita. Es cuestión de abrirnos ante las circunstancias.

Como en todo comienzo, hay poco dinero, y una enorme lista de sacrificios venideros. Era un día nublado. Uno de ellos, ahora docente, salía de trabajar. Ya llevaban un par de semanas emplazando sus vidas. Antes de llegar al apartamento (su nuevo hogar, para ser precisos), compró una torta de queso y carne con el único dinero que le quedaba.

Apenas abrió la puerta del departamento su pareja ya lo esperaba con una de esas sonrisas que no caben en ningún lado, que no atinan a describir las palabras. Le devolvió la sonrisa con todo el fervor de su ser, a pesar de su cansancio, porque siempre sobran fuerzas para entregarse. Fueron a la cocina. Sacó la torta de la mochila y la depositó en la mesita de plástico. Te compré esto, le dijo, y su pareja aceptó con dulzura. Ya comerá después, ya verá qué hacer, lo importante es ver primero por su pareja, protegerla; siempre sobra tiempo para entregarse.

Dejó la mochila a un lado. Y a punto de quitarse su saco, vio cómo su pareja depositó un par de platitos sobre la mesa y la torta partida a la mitad. La miró sorprendido. Su pareja le sonrió de nuevo. Come conmigo, le dijo. Pero… la torta es para ti. Te la compré a ti, dijo en tono preocupado. Pero su pareja le miró con profundidad, volvió a sonreírle y repitió: Come conmigo. En ese instante, el apartamento retumbó de un calor inexplicable: porque estamos juntos en esto, explicaron las circunstancias.

Sus miradas saltaban una y otra vez de los mordiscos a la torta hacia sus rostros, conteniéndose para no llorar de felicidad. Ambos comieron en silencio, con el pecho retumbándoles. Tenían tanto que decirse… y toda su vida para decírselo…

 

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